miércoles, 11 de mayo de 2016

La Rampa

He visto esta historia en el periódico El Mundo, y me ha parecido buena idea compartirlo.

Era agosto o septiembre de 1997 y a mis padres les habían dicho que mi hermano se moría. Llevaba toda la vida en silla de ruedas y a los 16 le había brotado un cáncer en la garganta. Tiroides. Le quedaban semanas. No pudo suceder en un momento más raro. Nosotros vivíamos en una casa que habían ido construyendo mis padres mientras vivíamos en ella. Y una de las pocas cosas que quedaba por hacerse era la rampa. La rampa que le iba a permitir a mi hermano salir y entrar de casa sin ayuda se iba a construir cuando los médicos lo habían desahuciado. Imagino a mis padres en su dormitorio aquellos días en un qué hacemos que no se atreverían ni a preguntarse. Los imagino mirándose a los ojos y decidiendo, al fin y al cabo, si se rendían. Si asumían que no tenía sentido construir aquella rampa enorme que rodeaba la terraza. Entonces hicieron algo absurdo, algo hermoso, algo de padres: decidieron construirla. Fue un sábado, un sábado de verano en el que la hormigonera, vieja, verde, de hierro y de gasoil, empezó a sonar muy temprano. Mi hermano se moría en el hospital, pero mi padre, el Chichi, que nunca faltaba, mis tíos y yo, con 14 años y una camiseta de Pryca, estábamos allí. Sin hablar. Oyendo la hormigonera. Paladas. Arena. Piedras. Y algún gemido mío al levantar los sacos de cemento. Entonces, ocurrió. Eran las ocho de la mañana y empezaron a salir hombres de todas las casas. Acudían al sonido de la hormigonera. Hombres de 40, de 50, 60 y 70 años bajando con ropa de trabajo. Los recuerdo poniéndose guantes, incorporándose al tajo sin preguntar, pasándome manos enormes por la cabeza a modo de saludo. Todos los vecinos de Lluja, que así se llama mi barrio, diciéndole al cáncer de mi hermano que todavía no, que aquella tarde, en el hospital, podríamos contarle que había venido todo el barrio: «Todos, Ricardo, han venido a hacer la rampa». «¿Ya está hecha la rampa?». «Ya la tienes, para cuando vengas a casa». Nadie supo explicar cómo, mi hermano empezó a mejorar después de aquel día. Y vivió casi un año más. Un año en el que a veces pudo usar la rampa sin ayuda y otras hubo que empujarlo. Cuento esto tan íntimo porque desde entonces, cuando vienen mal dadas, me digo que hay que construir la rampa. Porque, para mí, esos hombres viniendo significan la palabra barrio. Porque en Lluja nunca nos han dejado sentirnos solos. Porque esa mañana de hace casi 20 años contiene todo lo que me enamora del ser humano.

Javier Gómez Santander.


domingo, 8 de mayo de 2016

Los Mejores Textos de Arturo Pérez - Reverte : El francotirador precoz

Aquel amigo de mi padre no mató a muchos. Ocho o diez, a lo sumo. Hombres. También creía haberle disparado a una mujer, por error; pero eso nunca pudo confirmarlo. Eran otros tiempos, me decía. Años lejanos de guerra civil, juventud, tiempos artesanos. Nada de visores nocturnos, intensificadores de luz, infrarrojos y otras sutilezas de ahora. Una manta en el suelo para no helarte. Un Máuser y paciencia. Mucha paciencia. El Máuser era un Coruña 35 -aún pueden verse en museos- al que le había limado la rebaba del gatillo, o algo así, e iba suave como la seda. Bastaba una presión leve, y bang. Cazaba seres humanos. Vidas.

No había nada en su casa que recordase aquello: ni condecoraciones, ni fotografías, ni armas de ninguna clase. Tardé años en saber en qué bando estuvo; perdedores y ganadores, daba lo mismo. Tampoco yo tenía claro eso de los bandos, y sigo sin tenerlo. Todo había sido cuestión de azar, técnica, condiciones personales. Estar aquí o allá en el momento adecuado. Hay quien es bueno para el violonchelo, o el cálculo, o el sexo. Él era bueno para aquello: tenía buen pulso, era paciente y tenaz. Por eso le dieron un fusil y le asignaron un tejado, una ventana, una tronera. Tenía diecisiete años. Después, muchos años más tarde, a veces, me sentaba a su lado y él me contaba. Yo estaba aquí, el objetivo allá. Dibujaba distancias imaginarias en el aire, o sobre una hoja de papel. Trayectorias. Frutas sobre la mesa. Olor a tabaco negro. He visto asesinar manzanas, naranjas, peras, pasas, nueces, piñones, vasos de vino. Bang, bang. O tal vez debería escribir asesinar a. Manzanas y nueces. Asesinar a manzanas y nueces, etcétera. Cada una de aquellas manzanas y nueces tenía derecho a preposición gramatical. El vino sobre el mantel, además, me hacía pensar en la sangre. Y vas a volver loco al niño, decía su mujer. Cómo se te ocurre. Dios mío. Cómo se te ocurre contarle esas cosas. Luego se iba, y entre el humo de tabaco negro flotaba un silencio cómplice. 
Gracias a él aprendí a caminar, a moverme siempre como si hubiese un fusil apuntándome y yo me recortase en el círculo de un visor. Y sigo haciéndolo. Cuando era pequeño jugaba a lados buenos y lados malos, camino del colegio. Asomado a la ventana, elegía víctimas imaginarias. Dispara, cambia de posición, dispara de nuevo. Sin ruido, sin alardes. Así tardan más en localizarte, o no lo hacen nunca. Otras veces me ponía en lugar del objetivo para estudiar su comportamiento. Subía y bajaba la acera, me detenía en las esquinas. Aprendí pronto una obviedad utilísima. Un arma tiene dos extremos: uno bueno y uno malo. La culata es el bueno, y el cañón es el malo. Si estás en ese extremo, o crees estarlo -es bueno creerlo siempre-, no te pares nunca. Muévete. Es más difícil acertarle a un blanco móvil que a un blanco fijo.

Una vez quise probar. Doce años. Carabina Gamo, perdigones. Me movía por un campo de batalla imaginario, y el pájaro estaba posado en una rama desnuda del cerezo, sobre un fondo gris casi bélico. Cielo de nubes bajas. Sucias -cuando al fin conocí una guerra, la confirmé como una inmensa nube baja, sucia y gris-. Me acerqué despacio, arrastrándome, entre los helechos. La paciencia era básica, le había oído decir mil veces. Tanto como el pulso, la concentración y la capacidad de pasar horas y días y semanas operando en absoluta soledad. Yo estaba resuelto a ser paciente. Me detuve y apunté, tomando mi tiempo. Da igual que se vayan, sabía. Y confirmé luego. Si esperas, siempre terminan pasando una y otra vez ante la mira. Hasta los mismos. Vaya si pasan. Y aquel no se fue. Retuve el aire al oprimir el gatillo con suavidad, y sentí en el hombro el pequeño retroceso del arma. Tump, hizo. El pájaro -un gorrión- emitió un quejido corto y seco. No sé si los gorriones se quejan. Tal vez sólo pió, o como se diga lo que hacen los pájaros cuando les meten un perdigón en el buche. O creí oírlo piar. Luego cayó como una piedra, vertical, cloc, al suelo. Quizá si no se hubiera quejado, o piado, habría sido diferente. Para mí. Para el resto de mi vida. Pero el gemido, o lo que fuera, me paralizó, inmóvil, la carabina pegada a la cara, un ojo todavía entornado y el otro abierto tras el punto de mira. No me acerqué a cobrar la pieza. Me quedé allí quieto, mirando el pequeño ovillo de plumas grises sobre la hierba. Pensando. Luego retrocedí entre los helechos y me fui en silencio.
No volví a matar. Ni un animal, ni un pez. Nunca. Deliberadamente, al menos -lo no deliberado es otra cosa-. Y quizá el título llame a engaño. Decepcione. Pero ésta no es la historia de un psicópata, sino la de un remordimiento.