martes, 28 de junio de 2016

Mi Abuelo

Leí una vez y no me acuerdo donde que los "los adolescentes lo recuerdan casi todo y luego con la edad lo van olvidando", en mi caso creo que se cumple esa regla. Siempre tuve buena memoria, me acordaba de lo que había hecho un veinte de Mayo de mil novecientos noventa y ocho o un uno de Diciembre del mismo año, me acordaba y tenia en mente fechas, nombres, situaciones, recuerdos que eran imposibles de borrar, todo lo que había sido importante en mi vida, se quedaba ahí, en mi mente para siempre. Pero con los años, las nuevas situaciones, los nuevos momentos buenos y malos han ido sustituyendo todo aquello que era imborrable, incluso hasta el recuerdo de un abuelo.

Hace unos días mi mujer me pidió que le dijese cosas que recordaba de mi abuelo, situaciones, momentos, su personalidad, al fin y al cabo nuestro hijo lleva su nombre en su honor porque yo siempre lo he tenido muy presente en mi vida, y apenas pude recordar casi nada, como si de repente se me hubiese borrado de la memoria su voz, su cara y todos los buenos momentos que pase junto él (nunca tuve ni uno malo, eso si lo recuerdo).
Me entristeció el día no poder recordar lo que antes si hacía, me causo un bajón anímico el hecho de haber guardado en algún cajón de mi mente algo que durante años he tenido muy presente. Con los días he seguido intentando recordar más de las cuatro cosas de las que "aún" me acuerdo, pero el esfuerzo "de momento" ha sido inútil, sólo espero que con el paso de los años sepa contarle a mi hijo como era su bisabuelo si algún día me pregunta por él ó por qué se llama Ángel. 

viernes, 24 de junio de 2016

La elección de la soledad

Como dijo François Mauriac: “La felicidad se ensaña con algunos seres como si se tratase de la desgracia, y ciertamente lo es”. Y es esa felicidad de juguete, en la que resulta inmoral no rebosar de alegría ante los demás, donde la soledad angustia y envenena la vida. En soledad resulta vano mostrar el supremo bien al que algunos aspiran: la sonrisa carnívora de los vencedores. Porque en soledad no somos nadie. Nuestra felicidad está asociada indisolublemente a los demás. Nos creemos los seres más afortunados del mundo y cuando nos enteramos de que otro pasa sus vacaciones en un lugar más exótico, que tiene una vida amorosa más excitante o mejores perspectivas profesionales, concluimos con que somos unos pobres desgraciados. En este contexto, la comunión con la naturaleza, el silencio, la meditación, la lentitud recobrada, el placer de vivir a contratiempo, la ociosidad estudiosa o el disfrute de la lectura, todos placeres íntimos, no endomingados, vividos al margen de la obligada euforia colectiva, se consideran de serie B. Racine decía que una felicidad tan poco espectacular no le procuraba ningún placer. Si no provocaba celos no era felicidad.



 (Zendalibros)


  

miércoles, 11 de mayo de 2016

La Rampa

He visto esta historia en el periódico El Mundo, y me ha parecido buena idea compartirlo.

Era agosto o septiembre de 1997 y a mis padres les habían dicho que mi hermano se moría. Llevaba toda la vida en silla de ruedas y a los 16 le había brotado un cáncer en la garganta. Tiroides. Le quedaban semanas. No pudo suceder en un momento más raro. Nosotros vivíamos en una casa que habían ido construyendo mis padres mientras vivíamos en ella. Y una de las pocas cosas que quedaba por hacerse era la rampa. La rampa que le iba a permitir a mi hermano salir y entrar de casa sin ayuda se iba a construir cuando los médicos lo habían desahuciado. Imagino a mis padres en su dormitorio aquellos días en un qué hacemos que no se atreverían ni a preguntarse. Los imagino mirándose a los ojos y decidiendo, al fin y al cabo, si se rendían. Si asumían que no tenía sentido construir aquella rampa enorme que rodeaba la terraza. Entonces hicieron algo absurdo, algo hermoso, algo de padres: decidieron construirla. Fue un sábado, un sábado de verano en el que la hormigonera, vieja, verde, de hierro y de gasoil, empezó a sonar muy temprano. Mi hermano se moría en el hospital, pero mi padre, el Chichi, que nunca faltaba, mis tíos y yo, con 14 años y una camiseta de Pryca, estábamos allí. Sin hablar. Oyendo la hormigonera. Paladas. Arena. Piedras. Y algún gemido mío al levantar los sacos de cemento. Entonces, ocurrió. Eran las ocho de la mañana y empezaron a salir hombres de todas las casas. Acudían al sonido de la hormigonera. Hombres de 40, de 50, 60 y 70 años bajando con ropa de trabajo. Los recuerdo poniéndose guantes, incorporándose al tajo sin preguntar, pasándome manos enormes por la cabeza a modo de saludo. Todos los vecinos de Lluja, que así se llama mi barrio, diciéndole al cáncer de mi hermano que todavía no, que aquella tarde, en el hospital, podríamos contarle que había venido todo el barrio: «Todos, Ricardo, han venido a hacer la rampa». «¿Ya está hecha la rampa?». «Ya la tienes, para cuando vengas a casa». Nadie supo explicar cómo, mi hermano empezó a mejorar después de aquel día. Y vivió casi un año más. Un año en el que a veces pudo usar la rampa sin ayuda y otras hubo que empujarlo. Cuento esto tan íntimo porque desde entonces, cuando vienen mal dadas, me digo que hay que construir la rampa. Porque, para mí, esos hombres viniendo significan la palabra barrio. Porque en Lluja nunca nos han dejado sentirnos solos. Porque esa mañana de hace casi 20 años contiene todo lo que me enamora del ser humano.

Javier Gómez Santander.


domingo, 8 de mayo de 2016

Los Mejores Textos de Arturo Pérez - Reverte : El francotirador precoz

Aquel amigo de mi padre no mató a muchos. Ocho o diez, a lo sumo. Hombres. También creía haberle disparado a una mujer, por error; pero eso nunca pudo confirmarlo. Eran otros tiempos, me decía. Años lejanos de guerra civil, juventud, tiempos artesanos. Nada de visores nocturnos, intensificadores de luz, infrarrojos y otras sutilezas de ahora. Una manta en el suelo para no helarte. Un Máuser y paciencia. Mucha paciencia. El Máuser era un Coruña 35 -aún pueden verse en museos- al que le había limado la rebaba del gatillo, o algo así, e iba suave como la seda. Bastaba una presión leve, y bang. Cazaba seres humanos. Vidas.

No había nada en su casa que recordase aquello: ni condecoraciones, ni fotografías, ni armas de ninguna clase. Tardé años en saber en qué bando estuvo; perdedores y ganadores, daba lo mismo. Tampoco yo tenía claro eso de los bandos, y sigo sin tenerlo. Todo había sido cuestión de azar, técnica, condiciones personales. Estar aquí o allá en el momento adecuado. Hay quien es bueno para el violonchelo, o el cálculo, o el sexo. Él era bueno para aquello: tenía buen pulso, era paciente y tenaz. Por eso le dieron un fusil y le asignaron un tejado, una ventana, una tronera. Tenía diecisiete años. Después, muchos años más tarde, a veces, me sentaba a su lado y él me contaba. Yo estaba aquí, el objetivo allá. Dibujaba distancias imaginarias en el aire, o sobre una hoja de papel. Trayectorias. Frutas sobre la mesa. Olor a tabaco negro. He visto asesinar manzanas, naranjas, peras, pasas, nueces, piñones, vasos de vino. Bang, bang. O tal vez debería escribir asesinar a. Manzanas y nueces. Asesinar a manzanas y nueces, etcétera. Cada una de aquellas manzanas y nueces tenía derecho a preposición gramatical. El vino sobre el mantel, además, me hacía pensar en la sangre. Y vas a volver loco al niño, decía su mujer. Cómo se te ocurre. Dios mío. Cómo se te ocurre contarle esas cosas. Luego se iba, y entre el humo de tabaco negro flotaba un silencio cómplice. 
Gracias a él aprendí a caminar, a moverme siempre como si hubiese un fusil apuntándome y yo me recortase en el círculo de un visor. Y sigo haciéndolo. Cuando era pequeño jugaba a lados buenos y lados malos, camino del colegio. Asomado a la ventana, elegía víctimas imaginarias. Dispara, cambia de posición, dispara de nuevo. Sin ruido, sin alardes. Así tardan más en localizarte, o no lo hacen nunca. Otras veces me ponía en lugar del objetivo para estudiar su comportamiento. Subía y bajaba la acera, me detenía en las esquinas. Aprendí pronto una obviedad utilísima. Un arma tiene dos extremos: uno bueno y uno malo. La culata es el bueno, y el cañón es el malo. Si estás en ese extremo, o crees estarlo -es bueno creerlo siempre-, no te pares nunca. Muévete. Es más difícil acertarle a un blanco móvil que a un blanco fijo.

Una vez quise probar. Doce años. Carabina Gamo, perdigones. Me movía por un campo de batalla imaginario, y el pájaro estaba posado en una rama desnuda del cerezo, sobre un fondo gris casi bélico. Cielo de nubes bajas. Sucias -cuando al fin conocí una guerra, la confirmé como una inmensa nube baja, sucia y gris-. Me acerqué despacio, arrastrándome, entre los helechos. La paciencia era básica, le había oído decir mil veces. Tanto como el pulso, la concentración y la capacidad de pasar horas y días y semanas operando en absoluta soledad. Yo estaba resuelto a ser paciente. Me detuve y apunté, tomando mi tiempo. Da igual que se vayan, sabía. Y confirmé luego. Si esperas, siempre terminan pasando una y otra vez ante la mira. Hasta los mismos. Vaya si pasan. Y aquel no se fue. Retuve el aire al oprimir el gatillo con suavidad, y sentí en el hombro el pequeño retroceso del arma. Tump, hizo. El pájaro -un gorrión- emitió un quejido corto y seco. No sé si los gorriones se quejan. Tal vez sólo pió, o como se diga lo que hacen los pájaros cuando les meten un perdigón en el buche. O creí oírlo piar. Luego cayó como una piedra, vertical, cloc, al suelo. Quizá si no se hubiera quejado, o piado, habría sido diferente. Para mí. Para el resto de mi vida. Pero el gemido, o lo que fuera, me paralizó, inmóvil, la carabina pegada a la cara, un ojo todavía entornado y el otro abierto tras el punto de mira. No me acerqué a cobrar la pieza. Me quedé allí quieto, mirando el pequeño ovillo de plumas grises sobre la hierba. Pensando. Luego retrocedí entre los helechos y me fui en silencio.
No volví a matar. Ni un animal, ni un pez. Nunca. Deliberadamente, al menos -lo no deliberado es otra cosa-. Y quizá el título llame a engaño. Decepcione. Pero ésta no es la historia de un psicópata, sino la de un remordimiento.    

miércoles, 27 de abril de 2016

Un libro cada mes: Abril

Cada mes un libro, como la recomendación de Abril " Perros e hijos de perra" de Arturo Pérez - Reverte. Todo buen amante de los animales,  y en especial de los perros,  debería leerlo.





domingo, 17 de abril de 2016

Curso de natación



Relato de Óscar Esquivias (Burgos, 1972) publicado en el libro de cuentos Andarás solo por el mundo, editado por Ediciones del Viento.
Aprendí a nadar el verano que mis padres se separaron. Aquel año no fuimos de vacaciones a San Vincenzo (donde vivían mis cuatro abuelos) y permanecimos en Florencia. Mamá nos apuntó a mi hermana Stefania y a mí a un curso de natación en la piscina Le Pavoniere, que está en una suntuosa villa del Parco delle Cascine, escondida entre enormes árboles, en el lugar más umbroso y frío de la ciudad. Nuestro monitor se llamaba Davide y trabajaba de socorrista. Mi hermana decidió ya el primer día que era el hombre más guapo del mundo y que debíamos casarle con mamá.
Stefania tenía catorce años. Yo, doce. 
Las clases de natación empezaban a las nueve de la mañana, cuando la piscina todavía no estaba abierta al público. Antes de zambullirnos en el agua, hacíamos unas tablas de gimnasia en el césped. Los niños formábamos un corro y Davide se colocaba en el centro para explicarnos los ejercicios. El monitor iba en traje de baño, llevaba el torso cubierto por una camiseta del restaurante La Magnificenza y nunca se quitaba las gafas de sol, aunque el día estuviera nublado. Tenía unas piernas morenas, densamente cubiertas de vello. También el ombligo, que descubría cuando levantaba los brazos y la camiseta se elevaba como un telón.
–Es perfecto para mamá –aseguraba Stefania.
Después nos metíamos en el agua y cuando avanzaba pataleando entre las corcheras agarrado a la tabla, sólo alcanzaba a ver las piernas de Davide. Siempre estaban allí, al borde de la piscina, como dos columnas. El monitor palmeaba para animarnos, nos gritaba órdenes, corregía nuestras posturas, nos reñía si nos deteníamos y nos agarrábamos al brocal. Yo trataba de imaginar cómo sonarían con su voz las frases «Levantaos, hay que ir al colegio», «Comed todo lo que hay en el plato» o «Un beso y a la cama».
No sé por qué (quizá me convenció de esto Stefania), pensaba que si hacía bien los ejercicios todas esas fantasías se cumplirían: Davide se enamoraría de mamá, luego se casarían y viviríamos todos juntos en casa. Así que me esmeraba en batir las piernas con ritmo, en aguantar la respiración y soportar el cansancio.
Nunca me he esforzado tanto, jamás he puesto mayor empeño en ninguna otra cosa.
Cuando acababa la clase, salía del agua temblando, con la piel azul del frío, feliz y desazonado.
A mediados de agosto, papá volvió a casa.
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@zendalibros

miércoles, 13 de abril de 2016

Desembarco de Normandía

Ayer vi por vigésima vez la película "Salvar al soldado Ryan" y creo que el principio es de lo mejorcito que he visto y que ha rodado Steven Spielberg, es absolutamente acojonante el realismo con el que muestra el desembarco de Normandía.  



sábado, 9 de abril de 2016

Rescatando al sargento Villegas

Acabo de leer esta historia en www.zendalibros.com que me ha conmovido, y me parecía ideal compartirlo.

El 14 de junio de 1982 se perdió una guerra, pero no el coraje ni los ideales ni el honor. El escritor argentino Jorge Fernández Díaz, autor de El puñal(Destino), relata en este texto publicado en La Nación en 2009 la historia de dos veteranos de la guerra de las MalvinasManuel Villegas y Esteban Tríes.
Los aviones ingleses bombardeaban a toda hora o pasaban a baja altura y ametrallaban las posiciones. Los combates cuerpo a cuerpo se habían desatado a pocos kilómetros del vivac y llegaban noticias de que las refriegas eran sangrientas en San Carlos y en Darwin. Todos los días había “alerta roja”, explotaban los misiles tierra-aire y la lluvia constante inundaba los pozos de zorro y los obligaba a levantar chozas con palos y chapas enmascaradas con pasto. Así y todo, hasta al horror de la guerra se acostumbra el hombre: la Compañía “A” dejó al soldado Esteban Tríes de cuartelero y marchó alegremente a bañarse. Tríes recorría el campamento vacío cuando de repente escuchó que alguien tiraba de la corredera de una 9 milímetros reglamentaria. Dentro de un pozo de zorro un compañero tenía apoyado el cañón de su pistola en la sien.
Tríes había cumplido el servicio militar obligatorio en esa compañía del Regimiento de Infantería Mecanizado 3 de la Tablada: antiguamente sus oficiales y suboficiales llevaban una pechera amarilla, es por eso que algunos todavía lo llamaban con orgullo “El 3 de Oro”. Y cuando Tríes ya estaba trabajando afuera y estudiando ingeniería, había recibido el 8 de abril de 1982 en su casa de Villa Ballester un aviso de reincorporación. Un negrazo valiente que vivía en González Catán y que había instruido a Tríes lo quería a su lado en la guerra: el sargento Manuel Villegas, conocido por su extrema dureza y a la vez por su extraña sensibilidad de hombre bueno.
Sesenta días después, Tríes ya no era un simple conscripto intentando disuadir a un soldado de que no se volara la tapa de los sesos. Era un guerrero de Villegas con la responsabilidad de que no se perdiera ni un hombre ni una bala. Estuvo una hora entera tratando de que el soldado superara la depresión, creyera que saldrían vivos de aquella guerra, soltara la pistola y abandonara el pozo de zorro. Al final lo logró, y cuando Villegas regresó con el resto de la compañía no se dio cuenta de lo que había ocurrido. El soldado que había querido suicidarse en Malvinas entró luego en combate y fue herido, pero regresó entero a su casa.Y Tríes calló aquel pequeño pero grave incidente a pesar de que le debía lealtad total a su jefe, a quien había insultado por lo bajo durante la instrucción a raíz del rigor y fiereza con que Villegas los preparaba para la lucha. Pero con quien luego estableció una relación de respeto y cariño, y con el tiempo de amistad profunda. Villegas era duro pero jamás cruel ni arbitrario. Un líder nato seguido por una soldadesca capaz de acompañarlo hasta el mismísimo infierno. La Compañía “A” acampaba en medio de la nada, a varios kilómetros de Puerto Argentino. Nevisca, frío, hambre y tristeza. Y las detonaciones de las baterías enemigas cada vez más cerca. 
Villegas se parecía a aquellos sargentos de los westerns de John Ford: hombres con más corazón que odio. Su debilidad era otro soldado débil a quien todos llamaban Lupin, un huérfano total apellidado Serrezuela, que desde los siete años había vivido en el campo sin familia y sin destino, y a quien nadie jamás le había enviado una carta. A Villegas le daba lástima esa carencia. Así que le ordenó a un conscripto del grupo que le pidiera a su novia un favor: debía buscar a una amiga para que ésta escribiera de su puño letra una misiva dirigida a Lupin. Cuando se hacían los corros para recibir la correspondencia, Lupin se quedaba atrás descansando o cumpliendo tareas. Sabía que en ese rito deseado no había nada para él. Pero un día el encargado del correo voceó por primera vez su apellido: ¡Serrezuela! Y entoncesVillegas vio que Lupin ni siquiera se mosqueaba. Como si no lo hubiera oído. ¡Serrezuela!, repitieron varias veces. Y nada. Lupin miraba distraídamente el horizonte Villegas lo enfrentó: Che, boludo, ¿usted no es Serrezuela?
Lupin pareció regresar del más allá: Sí, pero yo no recibo cartas, mi sargento. Debe ser un Serrezuela de otra compañía. Villegas tomó el sobre y se lo entregó. La cara de Lupin se transformó como si hubiera descubierto un tesoro. Abrió lenta y cuidadosamente el sobre, leyó esas pocas líneas dirigidas a él y a nadie más, y después arrugó la carta contra el pecho y caminó mirando al cielo: Gracias, Dios mío, gracias, graciasEso no impidió que el sargento lo castigara con dureza por maltratar a su fusil, un pecado mortal en tiempos de batalla.
El fusil es como la novia, soldado: se lo cuida, se lo mima y se lo lleva siempre consigo. No hacerlo equivale a poner en peligro a todos. Y Serrezuela no lo limpiaba y se lo olvidaba en cualquier rincón. Villegas no tenía forma de saber que Serrezuela le salvaría la vida cuando le impuso una tarea extenuante: vaciar de agua aquellos pozos de zorro durante todos los días de la semana. Una noche Lupin se acercó a la tienda de su jefe y pidió cruzar unas palabras con el sargento. Villegas salió al frío de mala gana, y entonces Serrezuela le dijo, en voz muy baja: Máteme, mi sargento, yo no sirvo para esto, soy un estorbo. Pégueme un tiro; acá nadie se va a enterar que fue usted y nadie me va a extrañar. Villegas le pegó un abrazo de oso y le soltó: Pedazo de hijo de puta, no digas eso. Se lo dijo con los dientes apretados y conteniendo las lágrimas.
No le gustaba a Villegas mostrar los sentimientos. Ni las flaquezas. A nadie había contado que cuando eran atacados el 1º de mayo por las ráfagas inglesas el sargento más bravo había empezado a temblar como una hoja. Por suerte, su tropa no lo había visto en esos renuncios, pero a partir de esa vergüenza íntima el sargento cargaba su propio calvario. Le rezaba todas las noches a Dios para que le diera temple en el combate y para que pudiera llevarse de este mundo a cuatro o cinco enemigos antes de morir. No rezaba para salvarse. Rezaba para irse al otro barrio con los honores que siempre había soñado.
A las dos de la madrugada del 14 de junio, el regimiento recibió la orden de cargar armamento y municiones y avanzar sobre el cerro Tumbledown, vadeando el arroyo de Moody Brook. Se combatía en todas partes, y ese riacho no era muy ancho pero resultaba profundo y traicionero. Había luna llena y el cielo estaba plagado de rumores, bengalas, luces de misiles y toda clase de fuegos artificiales cuando Villegas y sus hombres se metieron en el agua y cruzaron dificultosamente con los fusiles en alto. Llegaron con frío y sin fuerzas a la otra orilla, pero escucharon la orden: ¡A lo gaucho, carrera march! ¡Viva la Patria, carajo! Y se pusieron de pie y empezaron a escalar el monte lleno de rocas. Villegas, contra lo aconsejable, iba delante de todos trepando por esa ladera escarpada, cuando desde arriba los haces de luz de dos fusiles M16 con mira infrarroja le resbalaron por el cuerpo. Saltó en un segundo hacia el costado y evitó un proyectil, pero el segundo le entró por el abdomen y le estalló en el hueso de la cadera.
Villegas se tomó la panza y vio que le salía sangre a borbotones y que comenzaba a arderle como si le hubieran arrojado encima dos paladas de brasas de carbón. Tiren—les gritó a sus soldados—. Tiren que están escondidos detrás de esas rocas.
Tríes no podía disparar sin correr el riesgo de balear a su propio sargento. Apártese, que le voy a pegar, le gritó entre las piedras. Tire igual que yo ya estoy listo. Como Tríes y Serrezuela no le hacían caso, Villegas se estiró para agarrar el fusil y entonces el francotirador le atravesó una mano de otro balazo.
El inglés podía eliminarlo, pero prefería dejarlo fuera de combate. No tanto quizás por razones humanitarias sino por cuestiones estrictamente operativas: el manual indica que un herido ocupa a dos o tres soldados, y que hace más daño eso que matar lisa y llanamente a un enemigo.
Tríes le dijo a Serrezuela: Vamos a buscarlo. El sargento se empezó a sacar el correaje y le gritó: Tríes, quedate porque te va a matar. Tríes y Serrezuela se miraron en la oscuridad. Luego se incorporaron, arrojaron ostensiblemente los fusiles al suelo y levantaron las manos. Subieron en esa posición audaz quince metros hasta su jefe, lo tomaron de los brazos y lo bajaron hasta el lugar donde se habían parapetado. El inglés que los tenía en la mira dejó que hicieran todo eso sin apretar el gatillo.
Villegas pedía desesperadamente agua. Tríes le dio una botellita de whisky y le llenó la boca con trozos de nieve. Había que retroceder ya mismo. Tríes —lo llamó Villegas—. No creas que me pongo en héroe, pero quiero que le avises a mi familia que me quedo acá. Contales de la forma que les duela lo menos posible, ¿sabés? A mí mujer decile que lamento no haberme casado con ella y a mi nena de tres años decile que, decile. En ese momento se fue en llanto. Pero se contuvo. Lo agarró a Tríes de la solapa y le dijo, en un hilo de voz: Meteme un tiro. Son ocho kilómetros hasta el pueblo. Yo ya estoy listo. Meteme un tiro, no me dejés sufriendo.
El soldado parpadeaba, anonadado por la orden. De pronto se rehízo y le dijo: De ninguna manera, usted me debe un asado. Y entonces Lupin y Tríes agarraron al sargento, que pegaba alaridos de bronca y se resistía, le hicieron sillita de oro y lo pasaron por un pequeño puente sin que ningún inglés les disparara, mientras el combate seguía atrás y se tornaba cada vez más virulento. La marcha de esos dos soldados llevando al sargento herido en la noche de luna llena fue penosa. Caminaron y caminaron, y Villegas perdió sangre y conciencia, y al final lograron encontrar una ambulancia. Subieron los tres y el chofer trató de llevarlos hasta el hospital de campaña, pero había demasiado hielo, resbalaron y volcaron en una cuneta. Salieron como pudieron de entre los hierros y siguieron adelante.
Llegaron con el último aliento a ese hospital lleno de amputados y heridos, y le entregaron el cuerpo maltrecho de Villegas a los cirujanos. El sargento escuchó a uno de ellos que decía: Le queda poco. Villegas alcanzó a decirles que no lo amputaran, que lo durmieran para siempre. Al despertarse, varias horas después, vio a varios ingleses con fusiles en la mano. No entiendo nada, susurró. Un enfermero le respondió: No te preocupes, ya se arregló todo. Villegas seguía sin comprender. Nos rendimos, macho —le aclararon—. Nos rendimos.
Y Villegas se echó a llorar.
Tríes y Serrezuela ayudaron a los heridos y se acoplaron a otras tropas. Tríes recuerda que iban corriendo por Puerto Argentino y que las casas explotaban a su lado. También que algunos soldados comentaban los maltratos y las defecciones y cobardías de ciertos jefes. Regresaron a casa en el Camberra y se separaron para siempre en El Palomar. Eran fruto de una causa amada y luego aborrecida, venían derrotados y su karma era la marginalidad y el olvido.
El sargento regresó en un buque hospital. Tríes hizo lo que los superiores de su sargento no hicieron: lo visitó en el hospital de Campo de Mayo, donde Villegas estuvo un año y medio internado. Pero lo vio tan amargado y tan mal, que no quiso volver. Tampoco quiso hablar de Malvinas. Estuvo veinte años vendiendo autos, haciendo negocios en el nefasto sube y baja económico del país y eludiendo prolijamente las anécdotas del pasado. Un día hizo un clic y lloró por primera vez, y comenzó a contactarse con los veteranos y a buscar a Villegas, a quien después de la kinesiología y de años y años de asistencia psiquiátrica, le decretaron un 45% de incapacidad y lo borraron de la carrera. El viejo sargento estaba resentido con el ejército: se fue a trabajar de chofer de colectivos y de remisero. Tuvo hijos y nietos. Y ya de grande quiso reencontrarse con Tríes. Lo buscó por Castelar y finalmente lo encontró. Poco después los sacaron a los dos por la radio y hablaron por primera vez de lo que habían vivido en el cerro Tumbledown, en el arroyo de Moody Brook y luego en aquel monte siniestro donde los francotiradores ingleses estuvieron a punto de borrarlos del mapa.

Desde ese cruce se hicieron íntimos amigos. Asistieron juntos a escuelas a dar charlas, ayudaron a los veteranos más desvalidos, presentaron a sus familias, y comieron muchos asados.
Hay un afecto especial entre ellos. Esa clase de sentimiento entre hermanos que florece solamente en la trinchera y en la solidaridad del dolor.
Un día, sin embargo, Villegas le dijo a Tríes que tenía una asignatura pendiente: encontrar a Serrezuela y explicarle por qué lo había castigado tan duramente en aquellas vísperas. Le debía esa explicación además de deberle la vida. Lo rastrearon a Lupin por toda la provincia de Buenos Aires, y sólo tuvieron una pista firme en el velatorio de un ex soldado. Tenemos a un Serrezuela en Olivos —les dijo un veterano—. Pero apúrense porque tiene cáncer de pulmón y se está muriendo.
Hacía quince días que no se levantaba de la cama ni se afeitaba. Tríes le avisó a su esposa que él y Villegas lo visitarían esa tarde. La cita era a las dos, y Lupin hizo un terrible esfuerzo para levantarse, bañarse y pegarse una afeitada. Estuvo sentado en una silla esperándolos a los dos, que se atrasaron y recién pudieron llegar a las cuatro de la tarde. Les caían las lágrimas a los tres. Lupin lo llamaba “mi sargento”, a pesar de que Villegas ya no tenía cargos ni ganas de tenerlos. Usted va a ser siempre mi sargento—le dijo aquel huérfano congénito—. Usted ha sido mi papá. Villegas tragó saliva y le respondió: Yo vengo a pedirte disculpas, Lupin, y a explicarte por qué te castigué aquella vez. No hacía ninguna falta, pero se quedaron hablando horas y horas de aquellos tiempos en los que fueron gloriosamente vencidos.
El viernes de la semana siguiente repitieron la visita, pero esa vez Lupin no pudo levantarse de la cama. Esta noche me voy, les dijo, y lo mandaron afectuosamente a la mierda. Al día siguiente, cuando Villegas cruzaba un peaje, sonó su celular.
Era la mujer de Serrezuela: su esposo acababa de morir. Dio la vuelta, llamó a Tríes y llegaron cuando el cadáver todavía estaba tibio. En el velorio, los veteranos de la zona pedían hablar con Villegas y abrazarlo como si fuera el sargento Cabral.
Lupin les había hablado durante veinte años de aquel héroe personal que los había guiado durante sesenta días de sangre y fuego.
Muchos años después Acaban filmaron un documental con las odiseas calladas de este puñado de hombres. Su título es significativo: “14 de junio: lo que nunca se perdió”.
En noviembre la esposa de Villegas lo llamó a Tríes para decirle que el viejo sargento había sufrido un golpe de presión y que no podía hablar bien. El viejo soldado sacó el auto y condujo a gran velocidad por el conurbano hasta encontrar a Villegas. Lo subió de apuro y apretó el acelerador por la autopista en busca del Hospital Militar. Otra vez llevándote a un hospital, sargento—le dijo Tríes—. La puta madre, ya me estoy cansado de andar salvándote la vida. Comenzaron a reírse.
Todavía se están riendo.

jueves, 7 de abril de 2016

viernes, 1 de abril de 2016

Bajo el dragón

En mi barrio, como en todos los de Occidente, hay un restaurante chino. No un oriental sofisticado de los que han proliferado en Madrid desde que hasta las tabernas castizas se volvieron 'chic'. No. Un chino de toda la vida. De los que tienen una pecera, sirven cerdo agridulce y regalan un abanico o un calendario. Palacio del Dragón, ya me entienden. Ese lugar me encanta. El arroz tres delicias tiene un valor nostálgico casi proustiano. Carga con un pasado sentimental del que carecen los sabores en los que uno puede haber ido iniciándose desde que se volvió un urbanita afectado. Bajo al chino con frecuencia y compro para llevar. Lo que sobra lo como recalentado viendo una película o fútbol. De estos momentos trepidantes está hecha mi vida, pletórica de aventuras.

Observé durante un tiempo a un hombre que casi siempre estaba en el restaurante cuando yo bajaba. También él compraba para llevar. Siempre raciones ínfimas que sugerían que vivía solo. Se marchaba pinzando con dos deditos una bolsa de plástico pequeña que contenía, qué sé yo, una de chopsuey y un rollo, nunca más. Hasta aquí, tampoco había nada extraño. El hombre sugería tristeza por eso, porque parecía estar solo, porque esa bolsita que a lo mejor constituía su cena diaria parecía una ración de supervivencia. Lo que me llamó la atención fue que, al salir yo del restaurante, cuando el hombre se me había anticipado, su cena aparecía siempre depositada sobre una papelera que había a apenas unos metros de la salida. Cada vez. Se sentaba allí, pedía lo mismo siempre, esperaba tomándose una Coca-Cola, le entregaban la bolsita, pagaba, se marchaba y, ya en la calle, arrojaba su cena a la papelera. Me enteré de que iba todos los días. El hombre era por tanto un misterio que había que descifrar.

Me hice el simpático las veces siguientes que coincidimos para entablar conversación. En la mesa contigua a la nuestra, si aún era temprano y no había más clientes, a menudo estaban los empleados del restaurante, pelando gambas en completo silencio y echándolas en una enorme ensaladera para cocinarlas después. El hombre hablaba conmigo, pero lo hacía con la mirada clavada en otra parte. Más como un loco que como un tímido. Le traían su bolsita antes que a mí la mía, nos despedíamos, y al salir comprobaba que, de nuevo, la cena estaba en la papelera, intacta.

Después de algún tiempo, por fin me animé a decirle que yo sabía que tiraba la comida que compraba, y que necesitaba saber por qué lo hacía, tal era mi curiosidad. Resultó que detestaba la comida china. Él paraba todos los días en el Palacio camino de casa, donde lo esperaba, sentada a la mesa, una familia numerosa y feliz. Su esposa, sus hijos y un puchero de buena comida casera. Su matrimonio era longevo y exitoso. Él jamás había cometido una sola falta que pudiera reprocharle su reflejo en el espejo. Fue fiel, pagó impuestos, votó cada cuatro años. Sólo que, en ese momento de su existencia, había desarrollado en el Palacio del Dragón una doble vida cuya dimensión clandestina consistía en sentarse allí y aprovechar el tiempo que tardaban en prepararle la cena para observar a la camarera china de la que se había enamorado. Jamás le diría nada. Y, por supuesto, jamás probaría el chopsuey. Pensaba conformarse con lo que ya tenía: mirarla todos los días, un rato, mientras ella secaba vasos o pelaba gambas con indiferencia y desdén, con sus propias amarguras de muchacha baqueteada por el trabajo duro. Cada vez que arrojaba la comida a la papelera, el hombre expiaba el momento de culpa como quien regresa de una cita secreta en la que todos los apetitos furtivos han sido saciados. Volvía al puchero y a su propia gente preparado, después de la terapia, para soportarlos a ambos. Un día más. Por una parte, me pareció romántico y terrible. Por otra, también me pareció un desperdicio. En nuestro próximo encuentro le diré que mire a la moza todo lo que le apetezca. Pero la comida que me la dé, que a mí me sirve cuando dan fútbol.

DAVID GISTAU


miércoles, 30 de marzo de 2016

martes, 29 de marzo de 2016

Ofendidos y gilipollas

Todos conocemos uno, normalmente amigo o familiar... ese que toca los huevos bien tocados y mete el dedo las veces que hagan falta en la llaga, pero cuando se los tocas a él, o amagas con hurgar en la herida ya lo tienes de morros una temporada y se siente ofendido a más no poder contigo, hasta tal punto que te pone entre la espada y la pared y no hay más remedio que pedirle disculpas aunque haya sido la mayor de las gilipolleces la bromita, pero da igual, su herida sangra y es más dolorosa. 
Ni se te ocurra mosquearte tú, porque entonces carecerás de sentido de humor, tendrás poca cuerda y... Serás un picao, te recordará que sus bromas son eso..."bromas" y que él no se ha pasado de la línea que marca ser gracioso con ser gilipollas. 
Yo tengo algún amigo así, espero que lea estas líneas y se sienta reflejado en ellas, quizás se dé cuenta y aprende a meterse la lengua en el culo, o quizás aprenda y sepa aguantar las hostias que le den a él también...o seguramente se quede en el mismo punto y al día siguiente meta el purgar, el puño o el brazo en la herida, pero ojo, sin ofenderse que es una broma.

viernes, 18 de marzo de 2016

LAS HOSTIAS DE LA VIDA SIN AVISAR...

Son las hostias que te da la vida sin que las pidas, y muchas veces sin que ni siquiera las merezcas. Así sin más, sin avisar, plas plas, caes al suelo, si tienes huevos te levantas y recibes un par de hostias más. porque la vida es así de caprichosa, de jodía, de hija de puta, que le gusta jugar a tocarte un poco los cojones, es su forma de divertirse mientras tu intentas levantarte.

Porque la felicidad es así, efímera, es cierto eso que dicen que lo bueno si es breve dos veces bueno, pero joder, si dura un poco más pues también se disfrutaría mucho sin la necesidad de recibir palos para mermar los ánimos.
Así que entre los días más felices de mi vida se ha colado una buena hostia de la vida, yo la he recibido   de refilón, pero me afecta tanto porque es un familiar muy cercano, un pilar importante en mi vida y en la vida de los que tengo cerca, y los días de sol; y felicidad, se han tornado en grises y lluviosos.

No le deseo mal a nadie (o casi nadie) pero joder, no hay suficientes hijos del diablo por la tierra como para tocarle las narices a alguien que se lo merezca, ¿de verdad no hay nadie? le tiene que tocar a un hombre joven que lo único que ha hecho en su vida ha sido trabajar como un cabrón para ganarse la vida.
Así que en estas estamos, en un ring esperando el siguiente puñetazo mientras intentamos levantarnos de este hostiazo, o mejor dicho intentando ayudar a levantarse a quien la vida ha sido tan graciosa que le ha dado una de esas sin avisar. 

jueves, 7 de enero de 2016

Reyes magos y reinas magas

(Columna que Arturo Pérez-Reverte publica en XL Semanal).

Creemos que los niños son gilipollas. Que no se enteran. Que podemos engañarlos con facilidad, haciéndolos cómplices de nuestros prejuicios, torpezas y limitaciones. Pero nos equivocamos. Esos diminutos seres con cara de panoli son formidables desarrollando intuiciones magistrales y conclusiones perspicaces. Su capacidad de observación, de intuición extrema y casi animal, su honradez intelectual incontaminada por las convenciones sociales que más tarde acabarán atrapándolos, son asombrosas. Nadie tan coherente, recto y tenaz como ellos al construir mundos propios y defenderlos, aplicar el sentido común, ilusionarse con desafíos, razonar sobre evidencias. Tan consecuentes y honrados, a veces hasta la crueldad, con el mundo que ven o creen ver. Tan próximos todavía a las reglas naturales de la vida; a esas realidades inexorables que los adultos aún no hemos podido hacerles olvidar, ni enmascarar y manipular estúpidamente para ellos. O más bien para nosotros. Para nuestra comodidad y sosiego.

Me hace pensar en esto una moda reciente relacionada con la cabalgata de la noche de Reyes: confiar el papel de Melchor, Gaspar o Baltasar a una mujer. Todo, naturalmente, como cuota políticamente correcta: un tercio de sus majestades de Oriente, para cumplir con el qué dirán. Lo que se traduce en señoras disfrazadas de varón, con barba, corona y demás parafernalia. En los días siguientes al último de Reyes, algunos lectores y amigos me hicieron llegar cartas con sus opiniones sobre la cosa; y algunos, incluso, recortes de prensa con otras cartas publicadas en periódicos locales. Comentarios jocosos o indignados, según el talante de cada cual: mucha chufla y algún cabreo, como el de esa madre cuyo hijo de seis años, embozado con bufanda y gorro de lana bajo los que sólo podían verse sus ojos atónitos, le zarandeaba una mano gritando: «¡Mami, mami, ese rey es una mujer!».
No pasa nada, dirán algunos, por que un rey mago, incluso los tres, sea una mujer. Si ciertas señoras creen que su presencia ahí ayuda a conseguir más respeto para su sexo, pues oigan. Bendito sea. Adelante con los faroles. A fin de cuentas, una cabalgata de Reyes toca menos el rigor que el folklore. Puestos a disfrazarse y a dar espectáculo, sería como negarse a que en las fiestas de moros y cristianos, o en las de cartagineses y romanos -pura y divertida murga sana-, haya señoras que quieran salir de guerrero almohade o legionario romano. Allá cada cual con sus fiestas, sus disfraces y sus botas de vino. Otra cosa es cuando se trata de una reconstrucción histórica calculada y rigurosa, como Las Navas, el 2 de Mayo o la batalla de La Coruña, por ejemplo. Meter ahí a una señora de fusilero británico o de adalid navarro da el cante; quita credibilidad al asunto, porque en aquellos tiempos las señoras no andaban pegando tiros, asaltando trincheras ni dando espadazos a los infieles; y cuando ahora se escriben novelas o se hacen películas donde ocurre eso, tales películas y novelas suelen ser una imbecilidad perfecta.
El problema con los reyes magos es otro: la tradición se refiere a tres reyes varones. Y es la tradición precisamente, transmitida de padres a hijos, la que hace a los niños que aún conservan la inocencia adecuada esperar con ilusión la llegada anual de esos magos de Oriente, cuyos nombres y sexo conocen perfectamente, hasta el punto de que resulta imposible darles Baltasara por Baltasar. Y como los pequeños cabroncetes no tienen un pelo de tontos, en cuanto pasa por delante la carroza, huelen la tostada. Y se les fastidia así la fiesta, la ilusión, la fe en algunas cosas que, para bien de la Humanidad, es conveniente conserven durante el mayor tiempo posible, antes de que la vida les demuestre lo que hay bajo el cartón y el falso armiño de cada rey, mago o no mago. Y así, subida en una carroza, la reina Gaspara, o como se llame, puede que haga un favor enorme a la visibilización de la mujer; pero también estará reventando la ilusión, en su noche más hermosa del año, a millares de criaturas que, sintiéndose estafadas, se volverán a sus padres para denunciar, con justa indignación: «¡Papi, ese rey con barba es una chica!».
Así que ya pueden despedirse de la magia, nuestras criaturas. Darse por fastidiadas. En este país acomplejado y cobarde donde no caben un tonto, un sinvergüenza, un oportunista más, cualquier nueva idiotez triunfa que da gusto. Habrá polémica, claro. Sentido común versus matonismo ultrarradical. Acusaciones de machista intransigente a quien no trague. En consecuencia, las autoridades dispondrán cada vez más cabalgatas con la cuota adecuada de reyes y reinas, magos y magas, camellos y camellas, pajes y pajas. Todo sea por no discrepar. Y a los niños, pues bueno, pues vale, pues me alegro. A ésos, que les vayan dando.