martes, 28 de junio de 2016
Mi Abuelo
viernes, 24 de junio de 2016
La elección de la soledad
miércoles, 11 de mayo de 2016
La Rampa
Era agosto o septiembre de 1997 y a mis padres les habían dicho que mi hermano se moría. Llevaba toda la vida en silla de ruedas y a los 16 le había brotado un cáncer en la garganta. Tiroides. Le quedaban semanas. No pudo suceder en un momento más raro. Nosotros vivíamos en una casa que habían ido construyendo mis padres mientras vivíamos en ella. Y una de las pocas cosas que quedaba por hacerse era la rampa. La rampa que le iba a permitir a mi hermano salir y entrar de casa sin ayuda se iba a construir cuando los médicos lo habían desahuciado. Imagino a mis padres en su dormitorio aquellos días en un qué hacemos que no se atreverían ni a preguntarse. Los imagino mirándose a los ojos y decidiendo, al fin y al cabo, si se rendían. Si asumían que no tenía sentido construir aquella rampa enorme que rodeaba la terraza. Entonces hicieron algo absurdo, algo hermoso, algo de padres: decidieron construirla. Fue un sábado, un sábado de verano en el que la hormigonera, vieja, verde, de hierro y de gasoil, empezó a sonar muy temprano. Mi hermano se moría en el hospital, pero mi padre, el Chichi, que nunca faltaba, mis tíos y yo, con 14 años y una camiseta de Pryca, estábamos allí. Sin hablar. Oyendo la hormigonera. Paladas. Arena. Piedras. Y algún gemido mío al levantar los sacos de cemento. Entonces, ocurrió. Eran las ocho de la mañana y empezaron a salir hombres de todas las casas. Acudían al sonido de la hormigonera. Hombres de 40, de 50, 60 y 70 años bajando con ropa de trabajo. Los recuerdo poniéndose guantes, incorporándose al tajo sin preguntar, pasándome manos enormes por la cabeza a modo de saludo. Todos los vecinos de Lluja, que así se llama mi barrio, diciéndole al cáncer de mi hermano que todavía no, que aquella tarde, en el hospital, podríamos contarle que había venido todo el barrio: «Todos, Ricardo, han venido a hacer la rampa». «¿Ya está hecha la rampa?». «Ya la tienes, para cuando vengas a casa». Nadie supo explicar cómo, mi hermano empezó a mejorar después de aquel día. Y vivió casi un año más. Un año en el que a veces pudo usar la rampa sin ayuda y otras hubo que empujarlo. Cuento esto tan íntimo porque desde entonces, cuando vienen mal dadas, me digo que hay que construir la rampa. Porque, para mí, esos hombres viniendo significan la palabra barrio. Porque en Lluja nunca nos han dejado sentirnos solos. Porque esa mañana de hace casi 20 años contiene todo lo que me enamora del ser humano.
Javier Gómez Santander.
domingo, 8 de mayo de 2016
Los Mejores Textos de Arturo Pérez - Reverte : El francotirador precoz
No había nada en su casa que recordase aquello: ni condecoraciones, ni fotografías, ni armas de ninguna clase. Tardé años en saber en qué bando estuvo; perdedores y ganadores, daba lo mismo. Tampoco yo tenía claro eso de los bandos, y sigo sin tenerlo. Todo había sido cuestión de azar, técnica, condiciones personales. Estar aquí o allá en el momento adecuado. Hay quien es bueno para el violonchelo, o el cálculo, o el sexo. Él era bueno para aquello: tenía buen pulso, era paciente y tenaz. Por eso le dieron un fusil y le asignaron un tejado, una ventana, una tronera. Tenía diecisiete años. Después, muchos años más tarde, a veces, me sentaba a su lado y él me contaba. Yo estaba aquí, el objetivo allá. Dibujaba distancias imaginarias en el aire, o sobre una hoja de papel. Trayectorias. Frutas sobre la mesa. Olor a tabaco negro. He visto asesinar manzanas, naranjas, peras, pasas, nueces, piñones, vasos de vino. Bang, bang. O tal vez debería escribir asesinar a. Manzanas y nueces. Asesinar a manzanas y nueces, etcétera. Cada una de aquellas manzanas y nueces tenía derecho a preposición gramatical. El vino sobre el mantel, además, me hacía pensar en la sangre. Y vas a volver loco al niño, decía su mujer. Cómo se te ocurre. Dios mío. Cómo se te ocurre contarle esas cosas. Luego se iba, y entre el humo de tabaco negro flotaba un silencio cómplice.
miércoles, 27 de abril de 2016
Un libro cada mes: Abril
domingo, 17 de abril de 2016
Curso de natación
miércoles, 13 de abril de 2016
Desembarco de Normandía
sábado, 9 de abril de 2016
Rescatando al sargento Villegas
jueves, 7 de abril de 2016
El camino, de Delibes
viernes, 1 de abril de 2016
Bajo el dragón
En mi barrio, como en todos los de Occidente, hay un restaurante chino. No un oriental sofisticado de los que han proliferado en Madrid desde que hasta las tabernas castizas se volvieron 'chic'. No. Un chino de toda la vida. De los que tienen una pecera, sirven cerdo agridulce y regalan un abanico o un calendario. Palacio del Dragón, ya me entienden. Ese lugar me encanta. El arroz tres delicias tiene un valor nostálgico casi proustiano. Carga con un pasado sentimental del que carecen los sabores en los que uno puede haber ido iniciándose desde que se volvió un urbanita afectado. Bajo al chino con frecuencia y compro para llevar. Lo que sobra lo como recalentado viendo una película o fútbol. De estos momentos trepidantes está hecha mi vida, pletórica de aventuras.
Observé durante un tiempo a un hombre que casi siempre estaba en el restaurante cuando yo bajaba. También él compraba para llevar. Siempre raciones ínfimas que sugerían que vivía solo. Se marchaba pinzando con dos deditos una bolsa de plástico pequeña que contenía, qué sé yo, una de chopsuey y un rollo, nunca más. Hasta aquí, tampoco había nada extraño. El hombre sugería tristeza por eso, porque parecía estar solo, porque esa bolsita que a lo mejor constituía su cena diaria parecía una ración de supervivencia. Lo que me llamó la atención fue que, al salir yo del restaurante, cuando el hombre se me había anticipado, su cena aparecía siempre depositada sobre una papelera que había a apenas unos metros de la salida. Cada vez. Se sentaba allí, pedía lo mismo siempre, esperaba tomándose una Coca-Cola, le entregaban la bolsita, pagaba, se marchaba y, ya en la calle, arrojaba su cena a la papelera. Me enteré de que iba todos los días. El hombre era por tanto un misterio que había que descifrar.
Me hice el simpático las veces siguientes que coincidimos para entablar conversación. En la mesa contigua a la nuestra, si aún era temprano y no había más clientes, a menudo estaban los empleados del restaurante, pelando gambas en completo silencio y echándolas en una enorme ensaladera para cocinarlas después. El hombre hablaba conmigo, pero lo hacía con la mirada clavada en otra parte. Más como un loco que como un tímido. Le traían su bolsita antes que a mí la mía, nos despedíamos, y al salir comprobaba que, de nuevo, la cena estaba en la papelera, intacta.
Después de algún tiempo, por fin me animé a decirle que yo sabía que tiraba la comida que compraba, y que necesitaba saber por qué lo hacía, tal era mi curiosidad. Resultó que detestaba la comida china. Él paraba todos los días en el Palacio camino de casa, donde lo esperaba, sentada a la mesa, una familia numerosa y feliz. Su esposa, sus hijos y un puchero de buena comida casera. Su matrimonio era longevo y exitoso. Él jamás había cometido una sola falta que pudiera reprocharle su reflejo en el espejo. Fue fiel, pagó impuestos, votó cada cuatro años. Sólo que, en ese momento de su existencia, había desarrollado en el Palacio del Dragón una doble vida cuya dimensión clandestina consistía en sentarse allí y aprovechar el tiempo que tardaban en prepararle la cena para observar a la camarera china de la que se había enamorado. Jamás le diría nada. Y, por supuesto, jamás probaría el chopsuey. Pensaba conformarse con lo que ya tenía: mirarla todos los días, un rato, mientras ella secaba vasos o pelaba gambas con indiferencia y desdén, con sus propias amarguras de muchacha baqueteada por el trabajo duro. Cada vez que arrojaba la comida a la papelera, el hombre expiaba el momento de culpa como quien regresa de una cita secreta en la que todos los apetitos furtivos han sido saciados. Volvía al puchero y a su propia gente preparado, después de la terapia, para soportarlos a ambos. Un día más. Por una parte, me pareció romántico y terrible. Por otra, también me pareció un desperdicio. En nuestro próximo encuentro le diré que mire a la moza todo lo que le apetezca. Pero la comida que me la dé, que a mí me sirve cuando dan fútbol.
DAVID GISTAU
miércoles, 30 de marzo de 2016
martes, 29 de marzo de 2016
Ofendidos y gilipollas
viernes, 18 de marzo de 2016
LAS HOSTIAS DE LA VIDA SIN AVISAR...
domingo, 10 de enero de 2016
jueves, 7 de enero de 2016
Reyes magos y reinas magas
Me hace pensar en esto una moda reciente relacionada con la cabalgata de la noche de Reyes: confiar el papel de Melchor, Gaspar o Baltasar a una mujer. Todo, naturalmente, como cuota políticamente correcta: un tercio de sus majestades de Oriente, para cumplir con el qué dirán. Lo que se traduce en señoras disfrazadas de varón, con barba, corona y demás parafernalia. En los días siguientes al último de Reyes, algunos lectores y amigos me hicieron llegar cartas con sus opiniones sobre la cosa; y algunos, incluso, recortes de prensa con otras cartas publicadas en periódicos locales. Comentarios jocosos o indignados, según el talante de cada cual: mucha chufla y algún cabreo, como el de esa madre cuyo hijo de seis años, embozado con bufanda y gorro de lana bajo los que sólo podían verse sus ojos atónitos, le zarandeaba una mano gritando: «¡Mami, mami, ese rey es una mujer!».